Ahora comienza el receso escolar de invierno, en la Capital, en la Provincia de Buenos Aires y en otros distritos; creo que tenemos la oportunidad de reflexionar sobre algunos hechos que han ocurrido, recientemente, en el ámbito educativo y de un modo repetido. Por ejemplo las agresiones de alumnos adolescentes hacia sus maestros o profesores, como así también “tomas” de colegio por parte de los alumnos.
Pareciera que en algunas instituciones educativas existe un clima de desorden. Digámoslo así, en general: falta la paz necesaria como para que el proceso educativo pueda desarrollarse normalmente y con frutos.
Cuando digo paz estoy pensando en la definición clásica: la paz es la tranquilidad del orden. Sin orden es muy difícil estudiar y enseñar, transmitir conocimientos, valores, entablar una relación normal entre maestros y discípulos. No es posible educar.
De tal manera que es necesario que en las aulas reine la paz. Y eso tiene que ver siempre con un orden.
El orden no es algo malo, y mucho menos es algo malo la autoridad. En definitiva se trata de una cuestión de autoridad. Existe cierto condicionamiento y prejuicio de parte de todos nosotros, porque cuando se habla de autoridad nos suena inmediatamente a autoritarismo. Pero no es así.
“Si nos atenemos a la etimología de la palabra autoridad diremos que procede de un verbo latino que significa “hacer crecer”. La autoridad educativa es un servicio ofrecido en favor del crecimiento de aquellos sobre los cuales se ejerce.
Algunos han pensado que estas faltas de respeto graves y la violencia contra algunos docentes tienen que ver con una falta de autoridad de los mismos docentes. Puede ser, pero también ocurre que muchas veces es la misma institución escolar la que se encuentra en un trance de desorden que anula todo ejercicio posible de autoridad, es decir, donde el ambiente que se crea en la institución no favorece el crecimiento integral de los alumnos.
Muchas veces esto es llevado por los alumnos desde sus casas. Es decir, la autoridad paterna, la autoridad educativa de los padres, también ha quedado muchas veces desplazada.
Si el que tiene autoridad es el que tiene que hacer crecer, no puede ejercer esa autoridad si él no ha crecido. A veces nos encontramos con personas que tienen que ejercer determinada autoridad pero no están capacitados, sean docentes o padres de familia.
Si no han crecido ellos, si no viven una serena adultez, una madurez personal, es muy difícil que puedan hacer madurar a esos chicos que traen con toda la carga de la problemática propia de la cultura joven de hoy y la crispación que se vive en la sociedad. No olvidemos, por otra parte, que también el clima social está muchas veces crispado y que falta esa tranquilidad del orden que es la paz. Eso influye en el ámbito interno de la escuela e impide que el proceso educativo pueda desarrollarse de un modo normal y con los frutos que son de esperar.
En el fondo, tenemos que pensar cómo se fundamenta en serio la autoridad educativa de los padres, de los docentes, de las instituciones de enseñanza y de la sociedad entera.
En cada generación debe renovarse esa delicada tarea de transmisión de verdades, de valores, de metas, de objetivos que cada generación tiene que recrear, pero no desde la nada, sino desde la recepción razonable de lo que la tradición le hace llegar y con las posibilidades de que esa tradición pueda ser recibida y renovada con normalidad y alegría.
El ejercicio de la autoridad educativa y, por tanto, también la ubicación de los jóvenes en el proceso educativo, tendría que realizarse con normalidad y alegría.
Es muy difícil hablar de estas cosas cuando en la Argentina de hoy encontramos tantas razones de anormalidad, pero me parece que se trata de algo indispensable y es bueno que lo pensemos.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
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