viernes, 14 de noviembre de 2008

Más que buenas escuelas


Por: Jorge Casaretto (*)

Una de las fuertes convicciones que ha calado en nuestra conciencia colectiva y de la que debemos estar agradecidos a Dios y a nosotros mismos es que nuestra sociedad encontrará un camino de realización más pleno sólo desde la dimensión educativa.

A veces, esta convicción nos lleva a delegar en el sistema escolar toda la responsabilidad de este camino. Sin duda, la mayor capacitación de nuestros educadores y la perfección del sistema educativo, que no se soluciona tan sólo con la sanción de leyes, es algo fundamental.

Pero una visión reduccionista de esta cuestión nos lleva muchas veces a delegar en los maestros las misiones de dar de comer, de contener psicológicamente, de prevenir de abusos, de desarticular las violencias... En una palabra, a convertirlos en padres, madres, psicólogos, animadores socioculturales, deportivos, etc. Una delegación de funciones exagerada que, como tal, es la expresión de renuncia de responsabilidades, en primer lugar de los padres, pero también de muchas instituciones de la sociedad.
Pero no es ésta la cuestión clave por abordar en estas líneas. Más bien, alegrándome por el progreso de nuestra conciencia colectiva de priorizar la educación, lo que deseo es mostrar una dimensión fuertemente contradictoria de esa conciencia.

Porque desde siempre la tarea educativa ha consistido en transmitir ideas y conocimientos y, a la vez, generar hábitos de vida. Simplificando, podríamos decir: sembrar la verdad y destruir el error, generar virtudes y desterrar vicios. La misión de los educadores consiste en formar personas íntegras, capaces de autodeterminación y de generar vínculos sólidos con los otros. En una palabra: educar es humanizar.

Sin embargo, todos somos conscientes de que hay situaciones profundamente deshumanizantes que crecen aceleradamente en la sociedad, sin reconocer límites y sin que el Estado y la sociedad civil las enfrenten con acciones y medidas eficaces.

En este artículo, deseo referirme a tres presencias fuertemente deshumanizantes que se han instalado en la vida de la sociedad y que, lamentablemente, cuentan con cierto consentimiento o aceptación social y con estructuras difíciles de modificar: la cultura del alcohol, la del juego y la de la droga.

Todos sabemos de la bondad de un buen vino. El mismo Jesús alegró a los novios en las bodas de Canaán y eligió el vino como uno de los signos de su presencia. Pero desde siempre las personas y las culturas supieron distinguir entre la mesura y el exceso y entre la alegría de un buen vino y el vicio del alcoholismo.

Los padres y las madres no saben cómo poner límites a sus hijos, y los chicos hoy confunden divertirse con emborracharse. Muchas veces, los padres son los primeros en cuestionar a los educadores si ocurren accidentes en algún “viaje de estudio” o en la fiesta de fin de año del colegio. Pero mientras tanto, casi todos los fines de semana asistimos a degradantes amaneceres de sábados y domingos, con chicos que deambulan borrachos por nuestros barrios.

El tema está instalado. No se trata de agregar una queja más a la sociedad. En todo caso, nos deberíamos plantear entre todos cómo generamos una cultura de la sobriedad, de la sana diversión y de la alegría del esparcimiento que humaniza, generando vínculos serios, amistades permanentes. Una cultura que nos ayude a darle un sentido humano a esa dimensión tan fundamental de la existencia, como es la de saber divertirse.

El truco, la escoba, la generala, la lotería fueron desde siempre juegos que, de algún modo, animaron nuestras reuniones familiares y hasta nos ayudaron a entretenernos y a conocernos más unos a otros. También desde chicos todos conocimos a alguien que había arruinado su vida y la de su familia por causa del juego.

Algunos parten del argumento de que quienes fomentan el juego simplemente blanquean la dimensión lúdica de la misma naturaleza humana. Pero una cuestión es el juego familiar, el billete de lotería intrascendente y algo muy distinto es instalar en la sociedad la cultura del juego.

Se confunde a la sociedad aumentando la difusión y proliferación del exceso y, por lo tanto, la facilitación del vicio.

El poder económico de los grandes empresarios del juego y sus alianzas con los poderes políticos son enormes. La compra de voluntades y de apoyos no reconoce límites.

Los bingos, difundidos en principio como inocentes salones de encuentro familiar, unidos al fabuloso negocio de los tragamonedas, al alcance de todos los estratos sociales, se han ido convirtiendo en importantes centros de juego y, como tales, en destructores de vidas y ruina de una enorme cantidad de familias.


Muchas veces, funcionarios honestos han tenido que soportar presiones desde diversos estratos del poder para votar leyes o autorizar concesiones que faciliten, en última instancia, el enriquecimiento desmedido de unos pocos a costa de la ruina y la degradación de muchos. Gracias a Dios, algunos municipios de nuestra diócesis han podido resistir a esas presiones, que cada tanto se repiten con fuerza.

En noviembre pasado, la Asamblea Plenaria del Episcopado aprobó un documento titulado La droga, sinónimo de muerte, que no tuvo casi ninguna difusión en los medios de comunicación. ¿Qué pasó? Normalmente, los documentos de la Conferencia Episcopal referidos a sucesos de actualidad suelen ser bien recibidos y difundidos por los medios. Este fue totalmente silenciado. ¿No parece algo sospechoso? Es un documento sumamente claro sobre el poder del narcotráfico y los estragos que produce la droga.

Al recorrer las localidades del Gran Buenos Aires, impresiona encontrar tantos adolescentes y jóvenes sin hacer nada, muchos de ellos que abandonaron la escuela convocados a la esquina por el alcohol y la droga. Esto ocurre en todos los estratos sociales. Ya forman un grupo social numeroso que no estudia ni trabaja. Sólo sobreviven. Ya constituyen una estructura muy sólida difícil de transformar. Es la mayor hipoteca social del país, y si no encaramos con seriedad esta cuestión, dentro de poco tiempo será el mayor de los problemas de la sociedad argentina.
Por todo esto, tomarnos en serio la cuestión educativa implica mucho más que tener buenas escuelas. Si estamos dispuestos a que la educación sea una verdadera política de Estado, deberíamos combatir con seriedad y firmeza todo lo que fomenta el vicio: el juego, el alcohol y la droga en primerísimo lugar. Y, por supuesto, es el Estado en sus diversos niveles, nacional, provincial y municipal, el que debe encarar con más fuerza este combate.

(*) El autor es obispo de San Isidro.

Fuente: Valores Religiosos

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