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miércoles, 6 de enero de 2010

La educación: significado y objetivos


Javier Úbeda Ibáñez


Definir la educación no es tarea fácil, porque se trata de un fenómeno complejo que se halla en las preocupaciones diarias de las gentes y que, por otra parte, ha dado lugar a un sistema de ciencias, las ciencias pedagógicas.

Diversos sentidos

El significado vulgar de la educación responde a una apreciación superficial del hecho educativo: generalmente se concibe la educación como una cualidad adquirida, en virtud de la cual un hombre está adaptado en sus modales externos a determinados usos sociales. La educación se toma como resultado de una pulimentación de formas superficiales de convivencia social, cuya consecuencia es evitar roces y situaciones violentas en las relaciones humanas. El proceso educativo termina, según este significado, en la posesión de determinadas formas de comportamiento social.

Parece como si en el concepto vulgar, la educación fuera una corteza o cobertura del hombre. La etimología nos va a llevar a su aspecto interior. La palabra educación está emparentada en sus orígenes con el verbo latino educere, que significa sacar afuera, criar. Educación sería acción de criar. En la crianza hay un doble movimiento: el de alimentar, es decir, proporcionar sustancias ajenas que se incorporen al organismo, y el de facilitar el desenvolvimiento de las fuerzas o energías interiores, dando lugar a un desarrollo cuantitativo y cualitativo del individuo. Como se puede ver, el sentido etimológico de la educación no se queda en la mera superficialidad, sino que hace referencia a la interioridad del ser humano, de la cual, como fuente, van a brotar los hábitos o formas de vivir que determinan o posibilitan el que de un hombre digamos que está educado.

La significación vulgar y la significación etimológica vienen a ofrecer dos visiones de la educación que mutuamente se completan. El concepto etimológico nos lleva a una noción individualista del proceso educativo; el concepto vulgar nos lleva a la perspectiva sociológica, la del influjo de la sociedad sobre el hombre. Pero una y otra tienen de común una idea: la de modificación. Y en la medida en que la modificación supone el paso de una situación a otra que se considera mejor, en el fondo de estos dos sentidos late la idea básica de la educación: la perfección.

El análisis sistemático del concepto de educación lleva también a la idea de perfección. Una larga nómina de autores desde la antigüedad clásica hasta nuestros días mencionan explícitamente la perfección al definir lo que es educar. Otros, sin utilizar este término, incluyen de hecho el concepto; así los que hablan de la educación como formación, como medio de alcanzar el bien, como camino para que el hombre alcance su fin, como ordenación de hábitos o tendencias y, por supuesto, quienes la consideran como un proceso para alcanzar la plenitud humana.

Se trata de un quehacer intencional, inteligente y voluntario, que abarca todas, y solamente, las manifestaciones propias del hombre. A la vista de las anteriores reflexiones, puede definirse la educación como un perfeccionamiento intencional de las facultades específicamente humanas.

Dos objetivos: individualización y personalización

Concebida la educación como un perfeccionamiento de facultades o potencias, parece que conlleva la desmembración del proceso educativo mismo. Esta dificultad se resuelve entendiendo que la educación es un perfeccionamiento de las potencias del hombre, porque en ellas actúa de una manera inmediata: cuando se enseña a multiplicar, se perfecciona la capacidad de cálculo; cuando se muestra una bella escultura, se perfecciona la capacidad estética. Pero estos perfeccionamientos inmediatos son a su vez factores que se armonizan para perfeccionar a la persona humana, sujeto primario de toda actividad del hombre. Pudiera concluirse diciendo que la educación es perfeccionamiento inmediato de las capacidades humanas, y perfeccionamiento mediato de la persona humana.

Así entendida, la educación debe ser un servicio a la persona. De una parte, es un proceso de asimilación cultural y moral, en virtud del cual un sujeto se hace capaz de participar en los bienes de una comunidad y tomar parte activa como miembro de la misma. De otra parte, es un proceso de diferenciación individual mediante el cual un hombre va desarrollando y haciendo efectivas sus propias posibilidades, disminuyendo o neutralizando sus propias limitaciones y descubriendo los tipos de actividades y relaciones más acordes con sus características particulares.

La asimilación cultural y la diferenciación individual pueden considerarse como manifestaciones de los dos objetivos que corrientemente se señalan a la educación de hoy: socialización e individualización. Pero si estos dos objetivos se toman separadamente, originarían una dicotomización del proceso educativo, que es único. En realidad, socialización e individualización son dos elementos que se sintetizan en la educación personalizada.

El servicio a la persona tiene, por tanto, una doble perspectiva: desarrollar lo que el hombre tiene de común con los demás, porque en ello está la base de la unidad humana; y desarrollar también las diferencias, porque a través de ellas se pone de manifiesto la libertad del hombre y la variedad y riqueza del desarrollo humano. Entender rectamente la educación como servicio a la persona humana, supone así evitar un doble riesgo. Por una parte, el de interpretarla como servicio al egoísmo elitista del que se quiere perfeccionar sin cuidarse de quienes tiene alrededor; y por otra, el de entenderla como un medio de contribuir a unificar las ideas y la conducta de los hombres, disolviendo en un vago y oscuro condicionamiento social las características particulares de cada uno y su responsabilidad personal.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Los padres, los protagonistas naturales más inmediatos en la tarea educativa


Por: Javier Úbeda Ibáñez
Escritor

La familia es el ámbito más próximo tanto biológica como espiritualmente hablando, de la persona humana individual y concreta, a la cual pertenece primariamente la titularidad de los derechos de índole natural. La conveniencia de comprender esta tesis resulta en la actualidad tanto más clara cuanto que no es lícito desconocer que hoy por hoy se ataca a la familia desde muy varios frentes y que existe, por otra parte, una fuerte tendencia a absorber los derechos de la persona humana individual en los cometidos propios de la sociedad en su conjunto y del Estado como su gestor y promotor.

La tarea educativa encuentra sus protagonistas naturales más próximos o inmediatos en los padres, porque éstos son, por principio, quienes más cerca se hallan de quien tiene el derecho a ser educado. En la vida de la familia este derecho coincide con un deber de los padres como responsables primarios de la formación de sus hijos. Pero adviértase que, al hacer esta afirmación, no pretendemos estar tratando de la actividad educativa como un complemento natural de la generación de la prole. De este aspecto ya hemos hablado en otro artículo. Ahora se trata, tan sólo, del argumento basado en la máxima proximidad existente, en el caso de los padres y los hijos, entre el educador y el educando. Queremos decir, en suma, que el primer titular del derecho a ejercer la educación lo es quien tiene la mayor proximidad respecto de quien posee primariamente el derecho a que se le eduque.

Y se trata, sin duda, de una proximidad que alcanza el grado de la intimidad. No es tan sólo, de hecho, una cercanía física, ni ésta representa propiamente la única ni la mejor forma de estar próximos los hombres entre sí. El hogar, la familia, constituye indudablemente un cierto ambiente físico en el sentido más material y topográfico de la palabra; pero no es ese su sentido fundamental. Más decisiva es la proximidad de carácter biológico y, sobre todo, esa cercanía de los espíritus en que la esencia de la intimidad consiste.

Una auténtica y efectiva educación requiere necesariamente la existencia de una auténtica y efectiva intimidad. Naturalmente, estamos tomando aquí la educación, no en el mero sentido de lo que se llama la instrucción o enseñanza, sino en sus más hondas dimensiones, que sin duda son las formativas. Hablamos, en una palabra, de la educación como formación de la persona en sus más altos valores. Pues bien, tal formación exige la máxima intimidad entre el educador y el educado: la que puede y debe darse, por principio, en el ámbito familiar.

En relación con ello, no parece que resulte improcedente, sino muy oportuno, el tener en cuenta las graves deformaciones y trastornos mentales dimanantes, a la corta o a la larga, de que los hijos, sobre todo en los primeros años de su vida, no sean tratados suficientemente por sus padres. Tales deformaciones y trastornos son sencillamente el resultado de la falta de una intimidad indispensable para la salud mental del educado. Y todo esto quiere decir, por tanto, que no son suficientes los cuidados físicos y las demás atenciones que los hijos pueden recibir fuera del seno de la vida de la familia.

La intimidad compartida es la condición indispensable para poder superar el egoísmo. Es ésta una condición que representa el más primario elemento en la formación moral del ser humano. Incluso cabe decir que toda la formación moral no es otra cosa sino el proceso en el que se va desarrollando la superación del propio yo y de sus exclusivos intereses meramente particulares. Hoy se habla mucho de la necesidad de realizarse pero tal vez se olvida que la realización de la persona es un continuo abrirse a los horizontes que gradualmente trascienden la vinculación al propio yo.

En la intimidad de la familia, comienza el aprendizaje de la virtud de la solidaridad. Claro que la necesidad de esta virtud para el íntegro desarrollo de la persona humana puede y debe justificarse con razones de valor objetivo, y ello de tal manera que la solidaridad no se convierta en un puro y simple sentimiento, por muy generoso que éste fuera. Pero es un hecho innegable que, tanto en esta virtud como en las otras, el ejemplo puede más que las palabras. De ahí que el calor y la fuerza del ejemplo que constituye la íntima solidaridad de la familia no puedan ser reemplazados por argumentos abstractos, que no poseen el apoyo de una experiencia iniciada en los primeros años de la vida.

sábado, 29 de agosto de 2009

La educación en la vida humana. El proyecto personal del hombre


Javier Úbeda Ibáñez
Escritor


Del concepto mismo de educación se puede inferir con claridad la íntima relación que tiene la educación y la vida humana. Todo el mundo acepta sin dificultad que la educación es preparación para la vida. Es más, la educación es propiamente vida, porque es actividad y perfección.

La educación se refiere y se realiza primariamente en el orden personal. Debe entenderse que lo personal no se refiere exclusivamente a las características individuales y peculiares de cada ser humano, pues la persona humana es una realidad abierta que no se puede desarrollar sino a través de la comunicación. De aquí que la educación, siendo una realidad primariamente individual, se proyecta también en la vida social del hombre.

Vista en la perspectiva social, la educación como preparación para la vida plantea muy serios problemas. Basta tener en cuenta que una característica de la sociedad actual es el cambio rápido. Por tanto, más que proporcionar determinados conocimientos concretos, o normas y patrones de actitudes y reacciones para problemas y situaciones sociales dadas, interesa capacitar al hombre para conocer cualquier situación en que se puede encontrar y saber cómo debe reaccionar adecuadamente a ella. Más que la adquisición de un conocimiento enciclopédico, interesa el desarrollo de hábitos de trabajo intelectual y de criterios de valoración.

Si el hombre se ha de mover en una sociedad compleja y cambiante, el problema está en hacerle capaz de distinguir lo importante de lo trivial, lo permanente de lo transitorio, lo real de lo aparente. Sólo así el hombre podrá ir seguro por un mundo propicio a la confusión y en el que reina la ambigüedad; sólo así será capaz de encontrar camino en el mar, entre las olas senda segura (Sab. 14, 3). La educación, si tiene como fin el desarrollo pleno de todas las facultades del hombre, ha de tener siempre en cuenta su dimensión espiritual y el fin último trascendente al que está llamado por Dios.