Por: Javier Úbeda Ibáñez
Escritor
La familia es el ámbito más próximo tanto biológica como espiritualmente hablando, de la persona humana individual y concreta, a la cual pertenece primariamente la titularidad de los derechos de índole natural. La conveniencia de comprender esta tesis resulta en la actualidad tanto más clara cuanto que no es lícito desconocer que hoy por hoy se ataca a la familia desde muy varios frentes y que existe, por otra parte, una fuerte tendencia a absorber los derechos de la persona humana individual en los cometidos propios de la sociedad en su conjunto y del Estado como su gestor y promotor.
La tarea educativa encuentra sus protagonistas naturales más próximos o inmediatos en los padres, porque éstos son, por principio, quienes más cerca se hallan de quien tiene el derecho a ser educado. En la vida de la familia este derecho coincide con un deber de los padres como responsables primarios de la formación de sus hijos. Pero adviértase que, al hacer esta afirmación, no pretendemos estar tratando de la actividad educativa como un complemento natural de la generación de la prole. De este aspecto ya hemos hablado en otro artículo. Ahora se trata, tan sólo, del argumento basado en la máxima proximidad existente, en el caso de los padres y los hijos, entre el educador y el educando. Queremos decir, en suma, que el primer titular del derecho a ejercer la educación lo es quien tiene la mayor proximidad respecto de quien posee primariamente el derecho a que se le eduque.
Y se trata, sin duda, de una proximidad que alcanza el grado de la intimidad. No es tan sólo, de hecho, una cercanía física, ni ésta representa propiamente la única ni la mejor forma de estar próximos los hombres entre sí. El hogar, la familia, constituye indudablemente un cierto ambiente físico en el sentido más material y topográfico de la palabra; pero no es ese su sentido fundamental. Más decisiva es la proximidad de carácter biológico y, sobre todo, esa cercanía de los espíritus en que la esencia de la intimidad consiste.
Una auténtica y efectiva educación requiere necesariamente la existencia de una auténtica y efectiva intimidad. Naturalmente, estamos tomando aquí la educación, no en el mero sentido de lo que se llama la instrucción o enseñanza, sino en sus más hondas dimensiones, que sin duda son las formativas. Hablamos, en una palabra, de la educación como formación de la persona en sus más altos valores. Pues bien, tal formación exige la máxima intimidad entre el educador y el educado: la que puede y debe darse, por principio, en el ámbito familiar.
En relación con ello, no parece que resulte improcedente, sino muy oportuno, el tener en cuenta las graves deformaciones y trastornos mentales dimanantes, a la corta o a la larga, de que los hijos, sobre todo en los primeros años de su vida, no sean tratados suficientemente por sus padres. Tales deformaciones y trastornos son sencillamente el resultado de la falta de una intimidad indispensable para la salud mental del educado. Y todo esto quiere decir, por tanto, que no son suficientes los cuidados físicos y las demás atenciones que los hijos pueden recibir fuera del seno de la vida de la familia.
La intimidad compartida es la condición indispensable para poder superar el egoísmo. Es ésta una condición que representa el más primario elemento en la formación moral del ser humano. Incluso cabe decir que toda la formación moral no es otra cosa sino el proceso en el que se va desarrollando la superación del propio yo y de sus exclusivos intereses meramente particulares. Hoy se habla mucho de la necesidad de realizarse pero tal vez se olvida que la realización de la persona es un continuo abrirse a los horizontes que gradualmente trascienden la vinculación al propio yo.
En la intimidad de la familia, comienza el aprendizaje de la virtud de la solidaridad. Claro que la necesidad de esta virtud para el íntegro desarrollo de la persona humana puede y debe justificarse con razones de valor objetivo, y ello de tal manera que la solidaridad no se convierta en un puro y simple sentimiento, por muy generoso que éste fuera. Pero es un hecho innegable que, tanto en esta virtud como en las otras, el ejemplo puede más que las palabras. De ahí que el calor y la fuerza del ejemplo que constituye la íntima solidaridad de la familia no puedan ser reemplazados por argumentos abstractos, que no poseen el apoyo de una experiencia iniciada en los primeros años de la vida.
La tarea educativa encuentra sus protagonistas naturales más próximos o inmediatos en los padres, porque éstos son, por principio, quienes más cerca se hallan de quien tiene el derecho a ser educado. En la vida de la familia este derecho coincide con un deber de los padres como responsables primarios de la formación de sus hijos. Pero adviértase que, al hacer esta afirmación, no pretendemos estar tratando de la actividad educativa como un complemento natural de la generación de la prole. De este aspecto ya hemos hablado en otro artículo. Ahora se trata, tan sólo, del argumento basado en la máxima proximidad existente, en el caso de los padres y los hijos, entre el educador y el educando. Queremos decir, en suma, que el primer titular del derecho a ejercer la educación lo es quien tiene la mayor proximidad respecto de quien posee primariamente el derecho a que se le eduque.
Y se trata, sin duda, de una proximidad que alcanza el grado de la intimidad. No es tan sólo, de hecho, una cercanía física, ni ésta representa propiamente la única ni la mejor forma de estar próximos los hombres entre sí. El hogar, la familia, constituye indudablemente un cierto ambiente físico en el sentido más material y topográfico de la palabra; pero no es ese su sentido fundamental. Más decisiva es la proximidad de carácter biológico y, sobre todo, esa cercanía de los espíritus en que la esencia de la intimidad consiste.
Una auténtica y efectiva educación requiere necesariamente la existencia de una auténtica y efectiva intimidad. Naturalmente, estamos tomando aquí la educación, no en el mero sentido de lo que se llama la instrucción o enseñanza, sino en sus más hondas dimensiones, que sin duda son las formativas. Hablamos, en una palabra, de la educación como formación de la persona en sus más altos valores. Pues bien, tal formación exige la máxima intimidad entre el educador y el educado: la que puede y debe darse, por principio, en el ámbito familiar.
En relación con ello, no parece que resulte improcedente, sino muy oportuno, el tener en cuenta las graves deformaciones y trastornos mentales dimanantes, a la corta o a la larga, de que los hijos, sobre todo en los primeros años de su vida, no sean tratados suficientemente por sus padres. Tales deformaciones y trastornos son sencillamente el resultado de la falta de una intimidad indispensable para la salud mental del educado. Y todo esto quiere decir, por tanto, que no son suficientes los cuidados físicos y las demás atenciones que los hijos pueden recibir fuera del seno de la vida de la familia.
La intimidad compartida es la condición indispensable para poder superar el egoísmo. Es ésta una condición que representa el más primario elemento en la formación moral del ser humano. Incluso cabe decir que toda la formación moral no es otra cosa sino el proceso en el que se va desarrollando la superación del propio yo y de sus exclusivos intereses meramente particulares. Hoy se habla mucho de la necesidad de realizarse pero tal vez se olvida que la realización de la persona es un continuo abrirse a los horizontes que gradualmente trascienden la vinculación al propio yo.
En la intimidad de la familia, comienza el aprendizaje de la virtud de la solidaridad. Claro que la necesidad de esta virtud para el íntegro desarrollo de la persona humana puede y debe justificarse con razones de valor objetivo, y ello de tal manera que la solidaridad no se convierta en un puro y simple sentimiento, por muy generoso que éste fuera. Pero es un hecho innegable que, tanto en esta virtud como en las otras, el ejemplo puede más que las palabras. De ahí que el calor y la fuerza del ejemplo que constituye la íntima solidaridad de la familia no puedan ser reemplazados por argumentos abstractos, que no poseen el apoyo de una experiencia iniciada en los primeros años de la vida.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario