viernes, 23 de septiembre de 2011

¿A quiénes les importa la educación?


Por Mariano Narodowski

A vos, claro. A mí. Parece que a muchos. Muchísimos. Millones. Extraño. ¿O no? En todo caso la pregunta deberìa ser inversa: ¿Alguien admitiría que no le importa la educación? Nadie haría semejante cosa. Entonces la pregunta es: ¿Por qué si a todos nos importa, los problemas y los déficits subsisten e incluso aumentan? Y más todavía: ¿por qué esto ocurre si los dirigentes son los primeros en gritar a los cuatro vientos que a ellos le importa la educación?

Para intentar balbucear alguna contestación a estos cuestionamientos que me autoimpuse, preciso ir un poco más atrás en el tiempo y por encima en el razonamiento. Más que los 140 caracteres del Twitter. Perdón.

La educación es, obviamente, mucho más que escuelas, docentes, alumnos y conocimientos. Para nuestra cultura, la educación es uno de los pilares que sostienen el mundo moderno y su promesa de un horizonte de progreso y prosperidad para todos, Creemos que por la educación las sociedades se desarrollan y mejoran y sostenemos que la educación contribuye a resolver los problemas que más aquejan a las personas y a los pueblos. Más todavía, damos por sentado que la educación es aquello que nos permite superar las fronteras temporales del ser hombre o del ser mujer y nos convierte en seres humanos: en nuestro sentido común, la educación es lo que nos humaniza.

Estos ideales fueron formulados en la cultura occidental hace más de cuatrocientos años y fueron luego reafirmados con la Revolución Francesa. En América Latina, nuestras Revoluciones bicentenarias, también postularon a la educación como generadora de igualdad, libertad y fraternidad: San Martín, Bolívar y O´Higgins la pusieron en los primeros lugares de su acción política y de gobierno. Sin embargo, hubo que esperar hasta los finales del siglo XIX y principios del siglo XX para que la promesa de "educar al soberano" tuviera alguna posibilidad de pasar de las palabras a los hechos. Fue el Estado -por medio de la educación pública- el que garantizaría que los viejos ideales humanistas podrían realizarse y así generar el desarrollo de los individuos y de la sociedad.

El Estado –y el argentino de aquel entonces fue un ejemplo emblemático- poseía dos cualidades que le permitían gobernar la educación y promover la escolarización de grandes masas poblacionales. Por un lado, su legitimidad: nadie cuestionaba ni la obligatoriedad escolar ni el hecho de que los conocimientos impartidos y los métodos utilizados por los educadores debían ser definidos y controlados por el Estado. Para el caso de los educadores, la sociedad aceptaba y alentaba que el Estado fuese el encargado de formarlos, capacitarlos y excluir a los que no fueran aptos por motivos, físicos, psicológicos, ideológicos o religiosos. Por otro lado, además de su legitimidad, la capacidad financiera del Estado y su poder de brindar escuela gratuita, implicaba que muchos de los que jamás hubieran podido pagar la educación de sus hijos pasaban a tener en la educación pública un fenomenal instrumento de inclusión social, formación de ciudadanía y bienestar.

Este esquema sobrevivió con esa potencia hasta apenas mediados de la década del ´70 del siglo XX. En ese momento, se producen en el mundo occidental de entonces dos quiebres que hacen tambalear la capacidad estatal de educar. Primero, la legitimidad del Estado comienza a ser cuestionada y ya no es tan sencillo determinar qué y cómo se educa. Para colmo, aparecen nuevas formas de educación (pantallas y redes) que socavan aún más la idea de que el Estado iba a cumplir con su promesa igualadora ya que otras formas educativas empiezan a imponerse.

Pero por sobre el declive de la legitimidad estatal se produce también el de su capacidad financiadora. El modelo tradicional funcionó muy bien sólo cuando no eran tantos los que se educaban en escuelas: a medida que más personas se incorporan al sistema educativo, más problemas tiene el Estado para sostenerlo, generando así una paradoja tan perversa como difícil de quebrar: cuanto más cerca se está de cumplir con la promesa de educación para todos menos significativa y de menor calidad es la educación que reciben los sectores más postergados de la sociedad.

En el caso de la Argentina, la democracia surgida en 1983 no ha podido dar una respuesta satisfactoria a este problema que es padecido, aunque parece que con mejor suerte, por otros países latinoamericanos. No hemos construido acuerdos ni consensos para retomar el ímpetu anterior. No hay proyecto que nos encuentre debatiendo cuáles son las urgencias. Ni siquiera hay claridad respecto de cuáles son las prioridades para la asignación de los recursos públicos existentes. Hemos sancionado una ley en los 90 para derogarla en los 2000 y sancionar una nueva ley sin que nada significativo haya cambiado con relación a los problemas existentes, tal como lo demuestra la realidad dura del país. Y cuando las evaluaciones internacionales PISA nos muestran que las cosas están mal, miramos para otro lado y decimos: ¿Quién? ¿Yo?

Es también verdad que en muchos aspectos se ha avanzado. Si no explicitase esto, sería injusto con mucha gente que trabaja bien y dedica su vida a la educación Pero es también verdad que las demás sociedades avanzaron más en el mismo período, muchas veces con menos recursos y con una historia educacional mucho menos brillante.

El ejemplo uruguayo de incorporación de una computadora por alumno causa envidia. Pero no es solamente la inversión en lo tecnológico lo que se compara (la tecnología incorporada y el Plan Ceibal suele ser blanco de duras y tal vez acertadas críticas) sino el rol asumido por la dirigencia y por la sociedad civil . En Uruguay, fue el propio presidente Tabaré Vazquez quien se puso a la cabeza del proyecto, logró el apoyo de casi todo el arco opositor y de vastos sectores sociales y se demoró más de cuatro años en implementarlo en forma seria y bien organizada desde lo pedagógico, sin anteponer intereses electorales y retomando la senda de la legitimidad de la educación pública. Y sí, da envidia.

Pero sería simplista a partir de este ejemplo o de otros responsabilizar exclusivamente a la clase dirigente. Que la educación difícilmente sea un tema de agenda política o mediática (salvo cuando el techo de una escuela se cae, cuando las clases no empiezan o cuando un grupo de aolescentes sube a YouTube algún video provocador) también es nuestra responsabilidad, la de una sociedad a la que parece no importarle la educación, más allá de las declamaciones de ocasión..

Es cierto que a algunos –educadores, familias, ONGs y funcionarios- les (nos) interesa el futuro educativo argentino. Pero la ya alarmante ausencia de proyecto y de debate social no puede ser achacada solamente a políticos o sindicalistas docentes como usualmente ocurre: da la impresión que muchos actores sociales que deberían tener algo que decir se han refugiado en soluciones educativas individuales, creyendo -equivocadamente- que es posible salvar del naufragio a los hijos propios sin que se salven los hijos de todos.

Podría cerrar esta columna diciendo "Por eso, es necesario retomar con fuerza un debate pendiente y poner manos a la obra a partir de algunos, aunque sean pocos, consensos básicos de la sociedad. En el país todavía hay mucha gente que, a pesar de todo, educa con responsabilidad, seriedad y compromiso con la infancia y la juventud. Existen muchos educadores que, tal vez milagrosamente, demuestran que el potencial educativo no ha sido desperdiciado. La Argentina no puede seguir echando o echándose culpas y es tarea del conjunto volver a dignificar a la educación como proyecto de todos"

Temo que si hiciese eso contribuiría a la hipocresía general. Sería otra bella declaración de principios difícil de anclar en nuestra sociedad, en la práctica de todos los días.

Es que ese es el problema: los diagnósticos ya están y su reiteración aburre. Lo peor es la satisfacción que nos produce el regodearnos con el fracaso.

Mariano Narodowski
Profesor de la Universidad Torcuato Di Tella.


Fuente: Síntesis Educativa

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